La Partida

 

Las imágenes a continuación vienen a mi como ráfagas de flechas que pasan a toda velocidad. Y empiezan en aquel día cuando me subí al autobús que me llevaría al aeropuerto con una sonrisa de oreja a oreja y mi mamá quedo mirándome en el andén con cara de desconcierto, la pobre no sabía si llorar o reír. Yo estaba tan feliz, no imaginaba que a partir de ese momento viviría las seis mejores años de mi vida.

Estaba con todos mis compañeros de la preparatoria, en la que estuvimos todo un año estudiando y preparándonos para este momento. Recuerdo a todos en el aeropuerto de La Habana, todos solos sin los padres. ¡Qué locura tan loca! Esto lo digo después que han pasado 40 años. Pero en aquel momento, era el inicio de la libertad para nosotros, la independencia de nuestros padres y el comienzo de una aventura inolvidable.

La primera escala la hicimos en Toronto. Fue breve esa parada y proseguimos hasta nuestro destino final: la ciudad de Moscú. Fuimos recibidos por un funcionario cubano que organizaba a los alumnos que llegaban, en grupos con destino a las diferentes ciudades donde íbamos a estudiar.

A mí me toco San Petersburgo y la carrera que había elegido: ingeniería electrónica. Y sí, todo era nuevo y extraño, los olores de la gente, de los almacenes de comida, de las residencias estudiantiles, de sus comedores ¡y de la comida! Todo me gustaba, se había despertado mi aspecto aventurero. Llegamos en verano que allá duraba un mes de sol.

Recuerdo ir a comprarme la ropa de invierno con el dinero que nos daban. ¿Cuál sería la más adecuada? Habría que arriesgarse. Recuerdo aquella foto de primer año con todos los de mi grupo y los pies hundidos en la nieve hasta media pierna, con nuestros nuevos “trajes” abrigados, gorros y con la imagen de nuestro querido instituto donde estudiábamos, detrás. Si algo recuerdo en primer lugar de aquellos tiempos es aquella foto y lo que significaba: amistad, alegría, independencia, felicidad y esfuerzo.

En los días más fríos recuerdo el congelamiento de mi nariz por dentro y por fuera y el olor de la nieve en mi bufanda. Contrastaba con el calorcito de las aulas, llenas de equipamientos, profesores muy amables, compañeros rusos de aula que tanto nos admiraban por haber recorrido más de 9000 kilómetros para estar allí compartiendo con ellos.

Cuando llegó la primavera, ya era otra cosa, porque la ciudad se convertía en otra, florecida, brillante, soleada. Y entonces empezábamos a salir de nuestras residencias estudiantiles para admirar aquella ciudad. Sus parques, sus flores y sus olores. Aquellos puentes que se elevaban, enormes sobre el río Nevá, para dejar pasar a los barcos durante la madrugada.

Sin olvidar jamás las emblemáticas noches blancas, el 21 de junio comenzaba el verano y ocurría la noche más corta, no oscurecía porque la claridad de la tarde se mantenía hasta el otro día. Era costumbre de los estudiantes cruzar el puente antes de que lo levantaran y quedarnos del otro lado de la ciudad sin dormir hasta que lo volvieran a bajar. Ese espectáculo jamás podré olvidarlo. 

Y año tras año estudié, me esforcé, me divertí, sufrí, cante, baile y un día de febrero me recibí en aquel país tan grande, que tanto me proporcionó, rodeada de mis amigos y profesores por los que sentía tanto cariño. Hoy en Buenos Aires, a la distancia, cuando relato aquellos días, me preguntan muchas cosas, pero sobre todo hay una pregunta que no falta: ¿En qué idioma eran las clases? ¡En ruso!